Epílogo de Los descampados por Gabriela Pedrotti

Elogio de la contingencia

Enzo Amarillo invita a acampar en su descampado, como un analista ofrece alojamiento en la letra poética. Sólo con ternura se atraviesa el acampado vital, esa cita ineludible para todo humano. Su poesía abraza la fatiga de la soledad con amor.
“Porque el camino es árido y desalienta, dame la mano y vamos ya…” propone María Elena Walsh, Enzo retoma su canto y nos anima.
Los descampados son muchos, está en plural, varios descampados que son tales por tener un borde. Un descampado, un lugar por donde se respira, donde se sueña con lo posible a haber, un lugar al que se va jugar, donde la magia no fue arrebatada aún por la razón.
Freud utiliza el término “hilflosigkeit” para denunciar el desvalimiento, el desamparo, condición humana que determina la dependencia al otro. Desamparo existencial que se propone tierra fértil cuando se acuna en amor y dulzura su monstruosa apariencia.
Enzo Amarillo lo hace con maestría y así como aquella paciente de Anne Dufourmantelle le pide al analista en la primera entrevista que le saque el amor de encima, Enzo nos ayuda a soportarlo, porque no plantea el amor como acto narcisista sino como un verdadero encuentro con lo Otro, o sea, un “troumatisme”. El amor como encuentro real.
Así el amor, soporte sensible del agujero que nos constituye.
Asusta el descampado, el terror ante lo posible y el deseo de aventura para ser. Esa posibilidad de ser en la que encesta el amor su jugada cuando le sucede. 
El amor se articula en el exilio: “Dios puede cumplirse” nos dice Olga Orozco.
El descampado asusta pero entusiasma, invita pero burla, auspicia la inscripción de lo porvenir, arrastrando lo infantil, se ofrece como escenario vacío al mismo tiempo que constata que su habitar es siempre contingente y pasajero. 
Enzo nos acerca.
Su poesía nos acerca al otro, llama, invita: “Seremos refugio / los dos / vestidos de blanco”, mientras deja entrever el engaño que nos acosa desde las entrañas, pero es cauto, se sabe atravesado por la noche, por esa oscuridad que requiere de un telón para poder encender alguna luz: “Prisionero de un juego / que no puedo resolver / cometo atentados / de medianoche / mi certeza se vuelve peligro”. Enzo Amarillo escribe dentro de la paradoja, no le teme a lo real, no le teme al sin sentido, no anula ninguna de sus caras con banales, brillantes y confortables encuentros. El encuentro es inevitable, le sucede, lo toma, lo vive, lo escribe, se desmaya en él, y hasta puede llamar al capricho para calmar su sed. 
Ofrece un beso, en otro idioma, para que la lengua no se asuste, él sabe que el veneno está en las palabras. La peste derramada y tan amada en la voz de estos poemas sabe albergar un homenaje a lo “inconsciente”.
Este poemario, “Los descampados”, debería ser leído por todos los analistas, porque en él “se dice”. Se dice cómo hacer allí, con eso, con ese descampado en el que orilla toda existencia.

¡Que se lea!
María Gabriela Pedrotti, psicoanalista

Presentación de Los descampados por María Magdalenaen en El sigma

Click en la imagen para ver la nota en la web de El sigma.




  Cada historia de amor tiene una música que le pertenece. Y la poesía, a su vez, es un idioma musical en el que pulsa la melodía íntima, propia de la lengua de quien escribe. Enzo Amarillo compone poemas como si fueran canciones, y así va trazando el recorrido de un (des)encuentro amoroso que revela su paradoja universal: insistimos en el amor aun sabiendo que se trata de la unión de dos seres sujetos al tiempo y sus accidentes, al decir de Octavio Paz.

  Ese es el escenario vital donde transcurre Los descampados, un teatro habitado por el fantasma de quien ya no está, donde el resguardo es una espera que se anuncia interminable. Pero la palabra poética emerge como otro modo más vivible de hacer con la ausencia, y allí resonamos, al ritmo de su escritura: ¿Qué queda de mí esta noche / si todo se va? / un escenario ajeno: / aquella música vecina / habla de nuevos días / y este sueño en pausa / atasca el andar / de algo que se escribe (contratapa del libro).

  Los descampados es el resultado de un trabajo poético sobre las huellas, los rastros que quedan tras la noche del desamor. La herramienta del poeta es la palabra. ¿Curan las palabras? ¿Reparan la herida que nos constituye como sujetos? No lo sé. Pero, como dice el escritor Fabio Morábito, no se puede escribir llorando.

  Hay una decisión subjetiva, quizás incluso ética porque supone a un sujeto actuando, en el poeta. En el quehacer del poeta que detiene su llanto y se pone a escribir. Es una apuesta, también, a que allí donde hay sólo desierto pueda emerger una escritura posible, como signo vital en el puro descampado. ¿No es lo que nos muestra la imagen de tapa? Hojas, plantas, ramas, flores que emergen sobre el fondo negro del descampado.

  ¿Y qué es el descampado? Busqué su significado en el diccionario. Me quedo con esta definición: A campo raso, a cielo descubierto, en sitio libre de tropiezos. La elijo porque su contrario podría ser una cierta definición del amor: ¿acaso no es un terreno plagado de tropiezos?

  Escribe Enzo en uno de los poemas del libro:

Estás pidiéndome que esté.

Una súplica no dicha,
los ojos tras un velo.

Es tu modo maquillado,
un altar, la penitencia.

Te puedo ver.

Estás acá, a tres pasos
de decir que me querés

Para volver a esconderte.

  Ese es el terreno plagado de tropiezos en el que nos adentramos con el amor. Palabras que se dicen a medias, confesiones inconclusas, lo imposible de la completud que nos hace retroceder ante el encuentro con el otro. No hay descampado posible entonces, si nos atenemos a la definición del diccionario. Lo que hay es territorio incierto; a cielo descubierto, sí, pero también la decisión ética y poética de convertir el desamparo en una presencia que acompañe, como dice otro poeta, Roberto Juarroz.

  Tomé, para la escritura de la contratapa, una cita de Octavio Paz de su libro La llama doble. Quisiera compartirles otro fragmento, que resuena con los poemas de Enzo:

“Somos tiempo y no podemos sustraernos a su dominio. Podemos transfigurarlo, no negarlo ni destruirlo. Esto es lo que han hecho los grandes artistas, los poetas, los filósofos, los científicos y algunos hombres de acción. El amor también es una respuesta: por ser tiempo y estar hecho de tiempo, el amor es, simultáneamente, conciencia de la muerte y tentativa por hacer del instante una eternidad. Todos los amores son desdichados porque todos están hechos de tiempo, todos son el nudo frágil de dos criaturas temporales y que saben que van a morir”.

  Y Enzo, desde su libro, nos dice:

No podemos saber
qué accidente nos deja
heridos, dónde hay batalla,
qué nos destierra o delata
si destruimos el tiempo
antes del instante
tiembla y se abre
la historia de una cicatriz
siempre que se busca.

  Si ambos poetas resuenan en sus escrituras es porque comparten, compartimos, ese tropiezo universal llamado amor. Retomo la pregunta del poema: ¿Qué queda de mí esta noche / si todo se va?

  La respuesta nos la da Enzo a través de su libro: lo que resta, cuando todo parece irse y desvanecerse, es la historia de una cicatriz en la música de la poesía. Como rastro, muchas veces, del torbellino del amor. ¿Se va del todo, entonces, también el amor?

Flyer presentación


Los descampados (Buenos aires poetry, 2019)

Entrevista en Demasiado Humano de Dario Sztajnszrajber


'El desborde de lo sepultado' por Emiliano Campos Medina

Una reseña sobre 'Una fiesta sepultada' a cargo del poeta Emiliano Campos Medina para La Matriz noticias. Click en la imágen para ir a la web de La Matriz con la reseña.




El desborde de lo sepultado


Sembramos para ver emerger el tallo potencial. Removemos la tierra o la apisonamos. Se presenta como recipiente gestacional, tanto de lo sembrado en su apertura, como de lo sepultado en su dispersión. Todas las culturas antiguas, en su observación respetuosa de los ciclos de la vida, rindieron culto a la asombrosa capacidad de transfiguración de la tierra. La coraza torpe de la semilla, que recubre un limo de afelpadas resinas se despliega en un brote elástico. Se estira hasta el calor. Trepa por la humedad. Va envolviendose en velos que absorven lo azul. ¿Y qué de lo sepultado? Vuelve. Es la fiesta que nos predispone a dar lo que no se tiene.

«¿No ves que ya no hay fiesta?
Que no estamos bailando
y las canciones nombran
sólo lo distante,
que cada paso
alimenta un abismo.

El quiebre, nuestro lugar
de encuentro, ¿Nos ves?
Estamos cayendo
y no importa si no hay
salvación
ni red que nos atrape
en el final

Morimos en el vértigo.
En el fracaso
del triunfo»

En «una fiesta sepultada» Enzo Amarillo nos lleva a caminar sobre los despojos del amor. Un pulso con el lenguaje para extraer el dolor, tenderlo sobre la hoja. Lo que no se puede reducir ni contener en la expresión, porque ya no está. Es una raíz que asoma en la tierra. Pero en determinadas horas del día, cuando el sol se empieza a hundir en el horizonte; también puede ser un puñal, o el brazo de una criatura de Hieronymus Bosch.

«Qué hacer
cuando el amparo
se vuelve un paisaje
insostenible. los movimientos,
nubes que se esfuman, al pisar,
caemos
como tormenta, pero no,
los besos violentos
ya no compran
y de valor
ya no se quiere 
hablar»

Si hay algo que tienen en común los asuntos del arte y los del afecto es que son reversibles pero no intercambiables.¿A qué parámetros fijos podemos someter el duelo, la falta, el deseo? ¿Cuanto de qué, y durante qué tiempo? No hay comercio propicio. El amor y el arte son una moneda imposible entre los desplazamientos del valor. Perforan toda nominación como el agua hirviendo vertida en un papel de arroz.

«Querer más de vos es querer
más muerte
y mi espalda suplica.

Siento tu llamado
y me arrastro, mendigo,
hasta acabar
la dosis.

Te permito la masacre
y vuelvo a mi encuentro,
si es que hay
algo en el vacío»

Se cuenta que una de las obsesiones de las vanguardias del siglo XX era la de reducir a cero la Historia del Arte para recomenzar de nuevo. Quizá fue Kurt Schwitters, o Hans Arp o Tristán Tzara, que equiparaba sus apuestas programáticas con el incendio de una casa. Hasta que sólo queden los cimientos más firmes, para volver a construir sin excesos de artificio, sin mamposterías de cotillón.

Es ampliamente difundido el sentido esotérico atribuido al número trece.  En el Tarot la carta que lleva ese número está ilustrada con un esqueleto con un pie hundido en la tierra. Con su guadaña siega cabezas decrépitas que asoman del suelo. Debajo de los cuellos lascerados asoman brotes de hierba y cuerpos revitalizados.

El «una fiesta sepultada» hay movimientos de avalancha y desborde. Porque lo que se busca está del otro lado del daño, más allá del goce. El poeta pone al lenguaje a dar cuenta de lo disipado «una danza fantasmal que te envuelve», con ritmo cortado, vertiginoso. De funambulista.

La vida es sabia. Nos trae el amor y después se lo lleva. Para que podamos retomar el circuito de la sangre.

«Las cosas toman forma
y me visto de horror
por miedo al muerto
del otro lado
del río. Me bailo,
me encuentro, me pierdo,
me bailo, como una fiesta
sepultada. La danza de palabras
desentierra, resulta
alguna verdad».

Paul Eluard decía «Son verdades oscuras las que aparecen en la obra de los poétas. Pero son verdades y casi todo lo demás es mentira». Participamos de una construcción dialéctica de la realidad. Sin lenguaje no hay representación y sin representación, pareciera ser, no habría mundo. Solo fenómenos desencadenados sin orden. Y si hay representación estamos condenados a que necesariamente exista un punto ciego, un resto, una fuga. Entonces el deseo hasta sus ultimas corrosiones. En la obra de La viscibilidad de lo sepultado, lo maldito. Con su paso hacia adelante de esqueleto en la noche. La fiesta que es excedente de toda correspondencia posible, fuga que perfora todo horizonte posible ¿Hacia dónde?¿Y con qué fin?

«Si incendiara lo que queda
guardaría las cenizas,
como un fiel protector
que baila
su ritual en el frío,
o podría cargar las cruces
de cada muerte cotidiana,
cuando me encuentro
en el espejo y su rugido
me quiebra,
y maldecir el verano
que todos anhelan
aunque por cuidar
tu fuego, no me importa
cuánto queme».

Flyers



Entrevista en 'Un montón de gente'

Entrevista en 'Un montón de gente' por radio Universidad FM 107.5 de La Plata conducido por Ariel Valeri.

 

Epílogo por Pablo Peusner

Casi todos los lectores familiarizados con la enseñanza de Lacan conocen su adagio que reza “el amor es dar lo que no se tiene”. Pero probablemente pocos conozcan aquel que pareciera ser su contrario, en el que afirma que “dar lo que se tiene, es la fiesta”. ¿Y entonces? ¿La fiesta resulta sepultada cuando ya no hay nada para dar? -pero entonces allí comenzaría el amor… Lágrimas que brillan, danzas fantasmales y un verano negro, son algunas de las imágenes que Enzo nos hizo transitar con sus palabras, palabras que tienen función creadora, que enferman, pero que también curan. Y porque cualquiera podría creer que un libro o un poema se leen con los ojos, conviene aquí esbozar una sonrisa y explicarle: ¡No, estás equivocado! Se lee con el cuerpo, porque si la poesía no te atraviesa el cuerpo, es nada. La palabra embraga con el cuerpo, lo desproporciona, lo vacía. Como en la fiesta, donde el cuerpo goza, siempre desproporcionadamente, hasta quedar vaciado y no tener más nada para dar. Por suerte hay otros, cuya tontería nos enlaza y nos permite encontrarnos para leernos, para escribirnos, para soñarnos o llorarnos, para querernos. Por suerte hay poetas y hay poemas. Y por suerte existe esa música para un solo instrumento, la voz, que es la poesía. Por suerte la fiesta termina, para poder amarnos. “Yo no soy poeta, soy poema” decía Lacan, pero no lo entendimos del todo, por suerte…

Presentación de Una fiesta sepultada

Foto por Flores Jáuregui



Por Flor Codagnone


Hay una frase de Helene Cixous con la que me topé en la víspera de esta presentación. Es que estos días me fui encontrando con diferentes textos, que de algún modo u otro, podrían relacionarse con Una fiesta sepultada o dialogar con él o interpelarlo. Dice la pensadora argelina: “la larga fiesta de la muerte que llaman su vida” y en esa sola frase parece resumir algo de lo que profundamente se juega en este libro: Que toda pulsión, o mejor, que toda elección de la muerte de un amor, conlleva un deseo de vida.
Porque como indico en la contratapa: ¿Qué es una fiesta sepultada? ¿Un oxímoron? ¿Un gesto de terrible goce? ¿O de terrible ambigüedad? ¿Un equívoco? Y, ¿qué es lo que se produce cuando se entierra una fiesta, cuando se inhuman un amor, un otro, una canción que es al mismo tiempo baile y desamparo? Enzo parece enseñarnos que allí donde la presencia puede resultar incluso violenta y la ausencia, un exceso, hay la posibilidad de un nombre, de una voz, de una poética.

Entonces, cuando hablamos de Una fiesta sepultada hablamos de posibilidad.
Y hablamos también, de la caída.

En los primeros poemas, el yo poético repite una y otra vez “la fórmula suave de hacerme caer”, caída, sostén, vacío. Hay en este libro, el registro del derrumbe de un amor, que incluso puede apreciarse en la forma de algunos poemas, pero también hay algo de lo queda después de la destrucción.  Cada una de las tres partes que componen este libro están separadas por páginas que van del negro al blanco. Esa elección no es inocente. Tiene que pasar la fiesta del duelo. Negra, gris, podrida, llena de palabras, para que haya algo nuevo.                                                 
Y en ese transcurrir, los poemas de Enzo –que van del amor al desamor y viceversa y que atan y desanudan un vínculo amoroso– nos interpelan el cuerpo y más allá, la carne. Y nos atraviesan o martillan y nos dejan muchas preguntas.
Quizás porque el mismo yo poético nos permite plegarnos a las suyas. Quién no se ha preguntado como él: «Qué hacer / cuando el amparo / se vuelve un paisaje /insostenible» o «Qué pasa cuando acaba el show».  O «¿qué fue de vos?». Hay en estas páginas algo de lo individual de un goce, de la intimidad que suponen un amor y una falta, con las que el lector puede identificarse.

Y hay también una clave psicoanalítica en todo esto. El libro empieza y termina con Lacan, un gesto más que interesante. Si uno de los epígrafes de Una fiesta sepultada indica aquello que Lacan dice en el Seminario 11: «Si eligen la libertad, entonces, la libertad de morir», Pablo Peusner en el epílogo termina con otra de las frases del francés: «Yo no soy poeta, soy poema».

Para terminar quisiera decir que Una fiesta sepultada es también una promesa de futuro: una voz masculina con mucha proyección. De modo que, larga vida a ella.